Eso se deduce de los resultados de una investigación conjunta de las universidades de Liverpool, Upsala y Gotemburgo. Para realizarla, sus responsables empezaron por construir una máquina que acariciaba la piel del antebrazo y del rostro a distintas velocidades. Después preguntaron a los voluntarios y descubrieron que el tipo de contacto que les proporcionaba más placer era aquel que provocaba una mayor respuesta nerviosa.
Como explica el director del estudio, el neurocientífico británico Francis McGlone, la interpretación del experimento resulta sencilla: las caricias estimulan el sistema de fibras nerviosas de la piel encargadas del placer e inhiben la actividad de los nervios que transportan la sensación de dolor. De esta forma, lo que llega al cerebro es la información de bienestar.
Los encargados del trabajo nos recuerdan que ciertos hábitos placenteros -masajearse el cabello o untarse cremas, por ejemplo- se aplican en las áreas donde coinciden más terminaciones nerviosas y que, por lo tanto, están más expuestas al dolor. Otra muestra de esta asociación antagónica entre caricias y dolor es que el autismo, la depresión y otros problemas psicológicos se asocian a la falta de contacto humano, aunque estos implican también una mayor tolerancia al dolor.
Los científicos confirman la eficacia del gesto instintivo de acariciar a un niño que se queja de dolor: este acto inhibe los nervios transmisores del daño físico.
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