Todo el embrollo comenzó cuando llegó al papado Gregorio VII. Hasta ese momento el nombramiento de cargos eclesiásticos los hacía directamente el emperador de turno del Sacro Imperio. Como era el emperador el que pagaba, el que los mantenía y el que facilitaba las tierras para que se instalaran, también se guardaba el derecho de nombrar a los cargos eclesiásticos. No hacía falta ser un buen cura, sólo caerle bien al emperador para que te nombrara obispo y darte la vida padre. Hasta que Gregorio VII dijo que sanseacabó: publicó veintisiete axiomas, y tres de ellos levantaron en armas al emperador Enrique IV. Uno decía que el papa era el señor absoluto de la Iglesia; otro, que también era señor supremo del mundo, y que, por tanto, príncipes, reyes y emperadores le debían sometimiento. Y el tercero decía que la Iglesia nunca se había equivocado y que seguiría sin hacerla por los siglos de los siglos.
Enrique IV despidió a Gregario VII y el papa excomulgó al emperador. Así se tiraron unos años, hasta que Enrique IV se fue a Roma, acorraló a Gregario VII y al papa se le acabaron las ínfulas de ser señor supremo del mundo.
La Querella de las Investiduras duró mucho más tiempo, hasta después de que el papa y el emperador que la iniciaron estuvieran criando malvas. Aquel 6 de febrero se firmó una paz, más o menos apañada, entre Enrique V y el pontífice Paulo II, por el que el emperador dejaba de nombrar obispos a cambio de que el papa devolviera tierras al imperio civil. Pero fue sólo un conato. La Querella de las Investiduras continuó, y algunos, aún hoy, están dispuestos a continuarla.
NIEVES CONCOSTRINA.
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