Clara de Montfaucon es presentada por la
hagiografía tradicional como un ser cuasi-angelical en el que se
combinan y articulan la bondad franciscana y la dulzura femenina. Pero
parece que no fue exactamente así. Hay estudios ahora que revelan cómo
consiguió la santa franciscana ciertos favores de la jerarquía
eclesiástica a cambio de intimar con Bentivenga de Gubbio y traicionarle
después. Bentivenga es un interesantísimo heresiarca del siglo XIII que
se separa de la ortodoxia franciscana por sus tesis sobre la
inexistencia del infierno y la certeza de que, pudiendo Dios hacer que
el pecado no exista, con toda seguridad no habrá dejado de hacerlo.
Bentivenga propugna la ausencia de remordimientos, la inocuidad del
destino, el júbilo inocente frente a las amenzazas cristianas. Para él,
no hay ninguna necesidad de participar en el sufrimiento de Cristo; es
Dios quien escribe nuestra historia y debemos pues actuar sin complejos
ni temores.
Clara convive durante muchas jornadas con Bentivenga.
Podemos imaginarla en los cálidos atardeceres de la Toscana, sentada
sobre un pilar caído de alguna ermita en ruinas, escuchando arrobada las
palabras salvíficas del heterodoxo seguidor de Francisco.
Pero la
santa soplona cumple muy bien su importante misión. En el verano de
1307, tras ser delatado por Clara, el filósofo es apresado por la
Inquisición y entra en prisión en Florencia para pasar allí el resto de
sus días rodeado de seis de sus seguidores. No se puede confirmar si en
aquellos días de cruel encierro y tortura, el recuerdo de una mujer
atormentaba a Bentivenga de Gubbio, o tal vez le servía de consuelo.
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