Los cristianos y musulmanes convivieron en dos territorios distintos con abundantes diferencias durante muchos siglos; fueron sociedades muy distintas en cuanto a cultura, idioma, religión... e higiene.
Las costumbres, todas ellas, varían sustancialmente a lo largo del tiempo, y una de las que más han cambiado es posiblemente la que tiene relación con la higiene y el cuidado personal. Nos duchamos o bañamos todos los días, nos cambiamos de ropa diariamente, cepillamos los dientes varias veces al día, cuidamos el aspecto corporal, el peinado, el olor; el mundo del maquillaje, los perfumes y los cuidados corporales es infinito en el siglo XXI, tanto para mujeres como para hombres.
Sin embargo, esto no ha sido siempre así. De hecho, los hábitos higiénicos actuales tienen, como aquel que dice, cuatro días. El hecho cotidiano de darse un baño durante el medievo era, en realidad, un acto extraordinario. La gente se bañaba una o dos veces al año, generalmente coincidiendo con los cambios de estación o con acontecimientos importantes. O si el médico lo recomendaba -cuando les debía ver más en el otro barrio que en este, porque si no, tampoco-. Además, los galenos no es que fuesen muy amigos de los baños; creían que una capa de suciedad protegía contra las enfermedades. El aseo tenía que ser en seco, con paños limpios y frotando. En el caso de los niños, con mucho cuidado, porque se corría el riesgo de retirar el color natural -esto es, sucio- de la piel y podía ser perjudicial. Por si fuese poco, la Iglesia condenaba el baño porque lo consideraba un lujo y un comportamiento pecaminoso. Y si el médico y la Iglesia decían que no, ¿quiénes somos nosotros para llevarles la contraria?
¿Y cuándo se producía tan magno evento? Pues generalmente en mayo o junio, cuando llegaba el calor y el verano y coincidía con un cambio de ropa por unas más frescas que ayudasen a no sudar tanto.
Como los olores podrían llegar a ser tan nauseabundos, la mayoría de bodas se habrían celebrado durante estos meses, porque toda la familia, e incluso las novias, estaban limpias y relucientes.
Pero no nos llevemos a engaños. No pensemos en baños relajantes y burbujeantes como los que nos podemos dar hoy tras un duro día de trabajo. Aquí la historia era bastante más práctica... y poco higiénica. Se llenaba un barreño o tina con agua templada que se calentaba en el hogar de la casa, las bañeras como las conocemos hoy en día no existían y solo los más pudientes podían permitirse algo similar a una bañera, y por ella iban desfilando todos los miembros de la familia; primero el padre, luego el resto de los hombres y posteriormente las mujeres, siempre por orden de edad. Niños y bebés eran los últimos.
El de mayo o junio parece ser que habría sido el baño que casi todo el mundo habría cumplido sí o sí. El segundo baño -más optativo aparentemente- habría sido el de invierno, con el cambio de estación y el cambio de ropas a unas que soportasen más el frío, se habría vuelto a la tina para empezar bien lustroso la nueva estación.
Una sociedad medieval muy distinta a los cristianos fueron los vikingos; la sociedad escandinava que vivía en Dinamarca, Noruega, Suecia y posteriormente Islandia, Groenlandia y otros muchos puntos de Europa que colonizaron durante los siglos VIII y XI. Si bien se les ha tachado de bárbaros y salvajes, lo cierto es que en temas de limpieza les ganaron el punto, el set y el partido a los cristianos. Sabemos que se bañaban una vez a la semana, los sábados, que además era día de lavar y cambiarse la ropa -sí, una vez a la semana, frente a una o dos veces al año-. También sabemos que se peinaban a diario y que cuidaban muchísimo su imagen.
Tan raros debían ser los vikingos a ojos de los cristianos, que el clérigo inglés John de Wallingford, en una crónica del año 1220 dejó escrito que <<los daneses -, gracias a su costumbre de peinarse el cabello todos los días, de bañarse todos los sábados y de cambiar regularmente su ropa, fueron capaces de minar la virtud de las mujeres casadas e incluso de seducir a las hijas de los nobles para convertirlas en sus amantes>>.
Otros que se escandalizaron frente a los quehaceres higiénicos de los vikingos fueron los musulmanes, pero en otra dirección. Mientras el cura inglés los acusaba de tener intenciones deshonestas por lavarse tanto, Ibn Fadlan, un musulmán que en el siglo X convivió con los vikingos, se escandalizaba de lo guarros que eran y nos dejaba también sus impresiones, en la que decía:
"Cada día tienen que lavarse la cara y las cabezas y esto lo hacen de la manera más sucia y más inmunda posible: a saber, todas las mañanas una sirvienta trae un gran recipiente con agua, lo ofrece a su amo, quien se lava las manos y la cara y su cabello, el cual se lava y peina con un peine en el agua, luego se suena la nariz y escupe en el cuenco. Cuando ha terminado, la sirvienta le ofrece el cuenco al siguiente, que hace lo mismo. Ella ofrece así el cuenco a toda la familia y cada uno se suena la nariz, escupe y se lava la cara y el pelo en ella [...]. Son las criaturas más sucias de Alá. No se lavan ni tras sus necesidades corporales, ni después de mantener relaciones sexuales, y mucho menos se lavan las manos después de comer".
¿Qué debía pensar un musulmán de un cristiano? Pues nada bueno, probablemente. Primero, porque los musulmanes se aseaban cinco veces al día, cada vez antes de rezar. Por otro lado, porque tenían lo que conocemos con el nombre de hammam, en castellano "baño árabe" o "baño turco". Estos eran una derivación de los baños y termas romanas y los musulmanes los llevaron por todos los territorios islámicos, incluido al-Ándalus. No solo eran lugares para bañarse -de hecho, eso era lo de menos-, eran centros de reunión social y puntos de encuentro donde se podían llegar a discutir temas muy serios e importantes. Curiosamente, los mandó prohibir Isabel la Católica, una reina de la que se dice que no era muy -o nada- amiga de la higiene. Europa occidental los reintrodujo como símbolo de lujo bohemio a mediados del siglo XIX procedentes del Imperio otomano, una cultura que fascinaba a los románticos europeos.
En un mundo con tan poca higiene los mecanismos para soportar los olores no se hicieron esperar y no solo existieron los ramos de flores para las novias. Auque muchos usamos y creemos que el abanico se inventó para darnos tregua en los infernales día de verano, lo cierto es que se creó para dar tregua a las narices medievales y dispersar así el olor. Los más pobres se abanicaban a sí mismos; y los más pudientes tenían quien les abanicase.
CURIOSIDADES DE LA HISTORIA CON
MINISTERIO DEL TIEMPO.
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