A finales del siglo IX, la situación en Italia se asemejaba mucho a un polvorín a punto de estallar. Numerosos conflictos enfrentaban a distintos nobles, en pugna continua por territorios y coronas. Y es en esa delicada situación en la que se vio envuelto Formoso al llegar al trono de San Pedro.
El nuevo pontífice había nacido en Ostia (aunque otros autores, por el contrario, señalan la propia Roma como lugar de nacimiento), y, en el año 864 fue nombrado obispo de Porto [1], bajo el mandato del papa Nicolás I. Poco después fue enviado a tierras de los francos, germanos y búlgaros en misión evangelizadora, realizando una gran labor en la conversión de nuevos fieles para la Cristiandad. Finalmente, el hasta entonces obispo-cardenal de Porto acabó convirtiéndose en sucesor de Pedro en el año 891. Sin embargo, y por desgracia para él, además de la tiara papal Formoso heredó también algunos problemas derivados de su antecesor… Tras la muerte de Carlos III el Gordo(emperador del Sacro Imperio Romano Germánico), el papa Esteban V se había visto presionado por el Duque Guido de Spoleto, que codiciaba la coronal imperial, cosa que finalmente consiguió en el año 891.
Cuando poco después Formoso se alzó en el trono pontificio, Guido acudió a él para que renovase su coronación y, de paso, asegurase la sucesión en su hijo Lamberto. Formoso, al igual que le había ocurrido a su antecesor, se vio obligado a colocar la corona sobre la cabeza de los Spoleto. A pesar de ello, Guido terminó invadiendo los Estados Pontificios y se apoderó de buena parte del patrimonio de la Iglesia. Fue entonces cuando Formoso decidió pedir ayuda a Arnulfo de Carintia, quien llegó desde Germania y derrotó a Guido, que murió en el fragor de la batalla en el año 894. Su viuda, Agiltrudis, se hizo fuerte en Roma, pero tampoco pudo resistir durante mucho tiempo y sucumbió igualmente a las tropas de Arnulfo dos años después. En agradecimiento, el papa Formoso coronó emperador al guerrero germano. Poco después de la marcha del nuevo emperador a su patria, el 4 de abril del año 896 el trono vaticano quedaba vacante de nuevo. Formoso había fallecido. Y es precisamente después de su muerte cuando Formoso se convierte en protagonista del episodio más macabro y sorprendente de la historia del pontificado…
Tras la muerte de Formoso el escogido para sucederle es Bonifacio VI, un sacerdote que según las crónicas resultaba a todas luces indigno de ocupar el puesto y que, por lo visto, contaba en su historial el haber sido suspendido de sus distintos puestos en varias ocasiones. De cualquier modo, el destino no le ofreció siquiera la oportunidad de cometer un solo error, ya que la muerte le alcanzó –vía ataque de gota– a los quince días de ser elegido Papa.
Tras el brevísimo paréntesis de Bonifacio VI, el relevo fue recogido por Esteban VI, obispo de Anagni, que fue consagrado en mayo de 896. El nuevo Papa resultó ser un simple títere de la familia Spoleto, con Lamberto y Agiltrudis –hijo y esposa de Guido respectivamente– a la cabeza. Con un pontífice “amigo” en el trono pontificio, los Spoleto vieron llegada la hora de su venganza…
De cualquier modo, la familia italiana no tuvo que presionar a Esteban VI, quien gustosamente se dispuso a borrar para siempre el recuerdo de su antecesor, y puso en marcha el proceso más insólito y tétrico de cuantos tuvieron lugar en la Edad Media.
El Papa, acompañado por unos Spoleto ciegos de rabia, ordenó que el cadáver de Formoso fuera exhumado para someterlo a un juicio sumarísimo por sus pecados. El cuerpo del papa –que llevaba enterrado nueve meses– se encontraba en una avanzadísimo estado de putrefacción. Eso no supuso ningún impedimento para que, vestido con los ornamentos y vestimentas papales, fuera sentado ante el tribunal. Eso sí, tuvo que ser atado a la silla, pues el cuerpo inerte del pontífice se escurría continuamente de su asiento.
Las crónicas cuentan que el cadáver exhalaba un terrible hedor que revolvía las entrañas de los presentes, y su cráneo, prácticamente descarnado, miraba con las cuencas vacías a sus acusadores. Y así comenzó el concilio más espantoso y macabro nunca visto, que ha pasado a la posteridad como “Concilio Cadavérico”. Entre los “pecados” de los que se acusaba a los pobres restos de Formoso estaban el de haberse dejado elegir obispo de Roma cuando ya era en ese momento la cabeza de otra diócesis (la de Porto) [2].
Paradójicamente, el servil Papa de los Spoleto se atrevió a acusar al cadáver de un pecado que él mismo había cometido, ya que cuando fue consagrado Papa, Esteban VI era obispo de Anagni. Para más inri, éste había recibido el nombramiento de aquel a quien tenía delante, ahora convertido casi por completo en un esqueleto. Para esquivar semejante incongruencia, Esteban anuló todas las acciones de Formoso, y entre ellas la de su propio nombramiento como obispo.
Como es evidente, el cadáver de Formoso asistió en completo silencio a las acusaciones, insultos y gritos que le lanzaba su sucesor. Eso sí, aquellos que le juzgaron tuvieron la “deferencia” de situar a su lado a un diácono –que aguantaba como podía las arcadas producidas por el hedor de la descomposición– para que le representara, a modo de moderno “abogado de oficio”.
Finalmente Formoso –como era previsible– fue declarado culpable y, no contentos con el escarnio al que le habían sometido después de muerto, le cortaron los tres dedos que utilizaba para bendecir y le arrastraron por el palacio. Después tiraron su cuerpo a una fosa común. La enfermiza mente del pontífice aún reservaba, sin embargo, una última acción. Volvió a exigir su exhumación y Formoso acabó en las aguas del Tíber [3].
Pero quizá el peor castigo, más grave que las vejaciones a un cadáver que, después de todo, ni sentía ni padecía, fue la aplicación a Formoso de la llamada Damnatio memoriae, una práctica que ya se practicaba en la antigua Roma [4] y que consistía, ni más ni menos, que en borrar cualquier vestigio histórico del que lo sufría. En definitiva, el receptor de tal castigo y sus acciones eran borrados de la Historia, como si nunca hubieran existido [5].
Aquel vergonzoso y denigrante comportamiento no iba a quedar, sin embargo, sin su justo castigo. Semejante atrocidad era demasiado incluso para el pueblo romano, acostumbrado a todo tipo de crímenes y maquinaciones. Además, se dio otro hecho que vino a alterar aún más los ánimos de los romanos. Coincidiendo con el momento en el que los restos de Formoso son arrojados al Tíber, la Basílica de Letrán, que por aquel entonces cumplía también las funciones de residencia papal, se desmoronó. Aquello fue interpretado como una señal de enfado divino [6]. Meses después de la celebración del Concilio Cadavérico o Sínodo del cadáver, una multitud descontrolada –sabiamente aprovechada y dirigida por los partidarios y defensores del papa Formoso– atraparon al pontífice y le llevaron a prisión.
Poco después Esteban VI, quien un día se había atrevido a profanar la tumba de un sucesor de San Pedro, moría asesinado en prisión –por estrangulamiento– en agosto de 897.
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[1] Porto era un antiguo puerto del Lacio en la orilla derecha del Tíber y en su desembocadura. Lo había construido el emperador Claudio y más tarde Nerón le dio el nombre de Portus Augustu. De este puerto tomó nombre la Vía Portuensis que de Roma llegaba hasta la moderna Ponte Gala.
[2] En aquella época las leyes del derecho canónico prohibían que ascendiera al trono de San Pedro cualquier miembro del clero que fuese en ese momento cabeza de alguna otra diócesis.
[3] Una piadosa tradición asegura que un grupo de pescadores que habían observado la escena entristecidos se apiadaron de Formoso y recogieron su cuerpo para darle cristiana sepultura. Otra leyenda romana asegura que mientras era trasladado a su antigua tumba las esculturas de san Pedro que encontraron a su paso se movieron para saludar al pobre pontífice.
[4] Las fuentes históricas dan cuenta de algunos personajes romanos que sufrieron dicho castigo, como Nerón, Julián, Máximo y Cómodo.
[5] Afortunadamente para la memoria de Formoso, el papa Romano, que sucedió al desequilibrado Esteban VI, invalidó todas las desquiciadas decisiones que había tomado su antecesor. Romano (897), que era hermano del pontífice fallecido Marino I (882-884), había sido consagrado con el apoyo de los partidarios del papa Formoso. Su sucesor, Teodoro II (897), sólo duró veinte días en el trono de San Pedro, pero entre sus iniciativas estuvo la de trasladar los restos de Formoso rescatados del Tíber a la tumba de la iglesia de San Pedro. Además, convocó un sínodo con la intención de anular todas las decisiones de Esteban VI.
[6] Lo cierto es que la Basílica de Letrán no se encontraba en buen estado, y hacía tiempo que amenazaba ruina, por lo que todo se debió a una simple aunque curiosa casualidad.
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