Es el protagonista de una leyenda medieval condenado a vagar -inmortal- por la Tierra hasta el fin de los tiempos, por haber impedido a Cristo que se detuviera a descansar a la puerta de su casa durante el camino hacia el Calvario.
La primera referencia documentada aparece en 1228, cuando un obsipo armenio explicó en Inglaterra que le conocía personalmente y que se trataba de Josefus Cartaphilus, el portero de Pilatos, a quien Jesús, tras haber sido golpeado por él, le habría emplazado a esperar su segunda venida. El mito no tardó en extenderse por toda Europa, adoptando diversas variantes. En 1547 se presentó en Hamburgo un personaje que aseguraba ser el judío eterno y llamarse Ahasverus o Asuero. Posteriormente surgieron numerosos impostores que narraban historias similares en numerosas localidades europeas, desde Estrasburgo a Moscú y desde Flandes a Madrid.
Dicha leyenda ha sido interpretada por diversos autores como un símbolo del éxodo del pueblo judio:
Benedicto XVI, segundo Papa que visita una sinagoga, recordó en Colonia una frase de Juan Pablo II que todo cristiano debería reconsiderar con frecuencia: “Quien encuentra a Jesucristo, encuentra al hebraísmo”. De los patriarcas hebreos procede Cristo según la carne (Rom 9, 5) y sin embargo, históricamente las relaciones y convivencia entre judíos y cristianos no han sido sencillas: ha habido períodos de coexistencia pero también otros de violento antisemitismo, aunque las situaciones no fueran exactamente las mismas según los lugares y las épocas. Pese a todo, Juan Pablo II, natural de un país con una fuerte presencia histórica de la comunidad judía, dio pasos decisivos para un mayor acercamiento entre cristianos y judíos. Se recuerda con frecuencia su visita a la sinagoga del Trastevere y aquella frase allí pronunciada: “los judíos, nuestros hermanos mayores en la fe”. Muchos polacos reconocerán en estas palabras al poeta romántico y nacionalista, Adam Mickiewicz, que las escribiera en 1846 en su Libro de la nación polaca y de los peregrinos polacos. Esta expresión supone reiterar una vez más que la Alianza con el pueblo de Israel no ha sido revocada por el cristianismo; no cabría esperar otra cosa de un Dios que se define por ser fiel a sus promesas, tal y como recordara Pablo de Tarso, hombre “del linaje de Abrahán y la tribu de Benjamín” (Rom 11, 1).
A lo largo de la historia hubo cristianos que olvidaron o trataron de ocultar la condición judía de Jesús; cristianos que decían preferir el Nuevo al Antiguo Testamento e ignoraban, sin embargo, que Cristo no había venido a abolir la Ley y los profetas (Mt 5, 17). Se asistió así a la cruel paradoja del antisemitismo cristiano, pronto superado en el siglo XX por una ideología racista y de raíces paganas, que hizo afirmar a Pío XI que los cristianos “somos semitas espirituales”. Ese antisemitismo cristiano se nutría de mitos como el del judío errante, un relato que recorre los países europeos desde la Edad Media hasta el siglo XIX. Era la leyenda de Ashaverus, un zapatero de Jerusalén, que habría negado a Jesús, camino del Calvario, unos instantes de reposo en su taller, y que, como castigo, recibiría la maldición de andar errante por la tierra hasta el día del Juicio Final. Quien ideara esta leyenda, por muy bautizado que estuviera, tenía la percepción de un Dios cristiano cruel y vengativo. Nada que ver con el Jesús que nos presentan los evangelistas en la Pasión. No es extraño que en tiempos del Romanticismo, el mito del judío errante fuera reinterpretado como un mito anticristiano: más allá de una cuestión religiosa, aquel judío encarnaba al hombre capaz de desafiar a un Dios que es un pesado lastre para sus ansias ilimitadas de libertad. Este nuevo Prometeo, rebelado contra el dominio de Dios, debió de complacer, sin duda, a ese “profeta” de la muerte de Dios y de la voluntad de poder que fue Nietzsche.
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