jueves, 21 de febrero de 2019

EL PACTO AGRÍCOLA.


La esencia de la revolución agrícola - Yuval Noah Harari - De animales a dioses

Yuval Noah Harari. Homo Deus.

Mientras que los cazadores-recolectores apenas eran conscientes del daño que infligían al ecosistema, los agricultores sabían bien lo que hacían. Sabían que explotaban a animales domesticados y que los sometían a los deseos y caprichos humanos. Justificaban sus actos en nombre de las nuevas religiones teístas, que proliferaron y se propagaron después de la revolución agrícola. Estas sostenían que el universo está gobernado por un grupo de grandes dioses, o quizá por un solo Dios, con mayúscula. Normalmente no asociamos esta idea a la agricultura, pero, al menos en sus inicios, las religiones teístas fueron una iniciativa agrícola. La teología, la mitología y la liturgia de religiones tales como el judaísmo, el hinduismo y el cristianismo giraban al principio alrededor e las relaciones entre humanos, plantas domésticas y animales de granja.

El judaísmo bíblico, por ejemplo, satisfacía a campesinos y a pastores. La mayoría de sus mandamientos trataban de la vida agrícola y aldeana, y sus festividades más importantes eran las celebraciones de las cosechas. En la actualidad, la gente imagina que el antiguo templo de Jerusalén era una especie de gran sinagoga en la que sacerdotes vestidos con túnica de un blanco níveo daban la bienvenida a peregrinos devotos, coros melodiosos cantaban salmos y el incienso perfumaba el aire. En realidad, su aspecto se aproximaba mucho más a una mezcla de matadero y barbacoa que al de las sinagogas actuales.
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Los peregrinos no llegaban con las manos vacías. Llevaban consigo un séquito interminable de ovejas, cabras, gallinas y otros animales, que eran sacrificados en el altar de Dios y después cocinados y comidos. Los coros que cantaban salmos apenas se podían oír debido a los mugidos y los balidos de terneros y cabritos. Los sacerdotes, con las túnicas manchadas de sangre, cortaban el gaznate de las víctimas, recogían en jarras la sangre que manaba a borbotones y la vertían sobre el altar. El perfume de incienso se mezclaba con los olores de la sangre coagulada y la carne asada, mientras enjambres de moscas negras zumbaban por todas partes (véase, por ejemplo:
Una familia judía moderna celebrando una festividad con una barbacoa en el jardín de casa se parece mucho más al espíritu de los tiempos bíblicos que la familia ortodoxa que pasa el tiempo estudiando las escrituras en una sinagoga.

Las religiones teístas, como el judaísmo bíblico, justificaban la economía agrícola mediante nuevos mitos cosmológicos. Previamente, las religiones animistas representaban el universo como una gran ópera china, con un elenco ilimitado de actores extravagantes. Elefantes y robles, cocodrilos y ríos, montañas y ranas, fantasmas y hadas, ángeles y demonios...; cada uno tenía un papel en la ópera cósmica. Las religiones teístas reescribieron el guion, transformaron el universo en un deprimente drama de Ibsen con solo dos personajes principales: el hombre y Dios. Los ángeles y los demonios consiguieron sobrevivir a la transición transformándose en los mensajeros y sirvientes de los grandes dioses. Pero el resto del elenco animista (todos los animales, plantas y otros fenómenos naturales) se transformó en un decorado silencioso. Cierto es que algunos animales eran consideradops sagrados para un dios u otro, y muchos dioses tenían rasgos animales: el dios egipcio Anubis con cabeza de chacalResultado de imagen de anubise incluso Jesucristo, a quien a menudo se representaba como un cordero. Pero los antiguos egipcios podían apreciar la diferencia entre Anubis y un chacal corriente que se introdujera en la aldea para cazar gallinas, de la misma forma que ningún carnicero cristiano confundía nunca con Jesús al cordero que tenía bajo su cuchillo.

Normalmente creemos que las religiones teístas sacralizaban a los grandes dioses. Solemos olvidar que también sacralizaban a humanos. Hasta entonces, Homo sapiens había sido solo un actor en un elenco de miles de personajes. En el nuevo drama teísta, el sapiens se convirtió en el héroe central alrededor del cual giraba todo el universo.

Mientras tanto, a los dioses se les asignaban dos funciones relacionadas. En primer lugar, explicaban qué es lo que tienen de tan especial los sapiens, y por qué los humanos tienen que dominar y explotar a todos los demás organismos. El judaísmo, por ejemplo, sostenía que los humanos dominan al resto de la creación porque el Creador les confirió la autoridad para hacerlo. Además, según el cristianismo, Dios concedió un alma eterna solo a los humanos. Puesto que el destino de esta alma eterna es el objetivo de todo el cosmos cristiano, y puesto que los animales no poseen alma, estos son meros extras. Así, los humanos se convirtieron en la cúspide de la creación, mientras que todos los demás organismos quedaron marginados.
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En segundo lugar, los dioses tenían que mediar entre los humanos y el ecosistema. En el cosmos animista, todos hablaban directamente con todos. Si uno necesitaba algo del caribú, las higueras, las nubes o las rocas, se dirigía a ellos. En el cosmos teísta, todas las entidades no humanas fueron silenciadas. En consecuencia, uno ya no podía hablar con árboles ni animales. ¿Qué hacer, pues, cuando uno quería que los árboles dieran más fruto, las vacas dieran más leche, las nubes aportaran más lluvia y las langostas se mantuvieran alejadas de los cultivos? Aquí es cuando los dioses entraban en escena. Prometían proporcionar lluvia, fertilidad y protección, siempre que los humanos hicieran algo a cambio. Esta era la esencia del pacto agrícola. Los dioses amparaban y multiplicaban la producción agrícola, y a cambio los humanos tenían que compartir el producto con los dioses. Este acuerdo abastecía a las dos partes, a expensas del resto del ecosistema.
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Hoy en día, los devotos de la diosa Gadhimai celebran su festival cada cinco años en la aldea de Bariyapur (Nepal). En 2009 se batió un record con el sacrificio de 250 000 animales para la diosa. Un taxista lugareño le aclaró a una periodista británica: <<Si queremos algo y venimos aquí con una ofrenda a la diosa, dentro de cinco años todos nuestros sueños se habrán cumplido>>.

Gran parte de la mitología teísta explica los detalles sutiles de este pacto. La epopeya mesopotámica de Gilgamesh narra que cuando los dioses enviaron un gran diluvio para destruir el mundo, casi todos los humanos y animales perecieron. Solo entonces se dieron cuenta los imprudentes dioses de que no quedaba nadie para hacerles ofrendas. Casi se volvieron locos de hambre y aflicción. Por suerte, una familia humana había sobrevivido, gracias a la previsión del dios Enki, que dio instrucciones a su devoto Utnapishtim para que se refugiara en una gran arca de madera junto con sus parientes y una colección de animales. Cuando el diluvio amainó y este Noé mesopotámico abandonó el arca, lo primero que hizo fue sacrificar algunos animales en honor a los dioses. Después, cuenta la epopeya, todos los grandes dioses se reunieron rápidamente en aquel lugar: <<Los dioses se arremolinaron como moscas alrededor de la ofrenda>>. El relato bíblico del diluvio (escrito más de mil años después de la versión mesopotámica) narra también que, inmediatamente después de salir del arca, <<Alzó Noé un altar a Yahvé, y tomando de todos los animales puros y de todas las aves puras, ofreció sobre el altar un holocausto. Y aspiró Yahvé el suave olor, y se dijo en su corazón: "No volveré ya más a maldecir la tierra por el hombre">> (Génesis 8,20-21)

Este relato del diluvio se convirtió en un mito fundacional del mundo agrícola. Desde luego, es posible darle un giro ambientalista moderno. Así, el diluvio nos enseñaría que nuestros actos pueden acabar con todo el ecosistema, y que los humanos tienen el precepto divino de proteger el resto de la creación. Pero la interpretación tradicional consideraba el diluvio prueba de la supremacía humana y de la insignificancia de los animales. Según estas interpretaciones, a Noé se le conminó a salvar todo el ecosistema para proteger los intereses comunes de dioses y humanos y no tanto de los intereses de los animales. Los organismos no humanos no tienen valor intrínseco y solo existen para nuestro beneficio.

Después de todo, cuando vio << Yahvé cuánto había crecido la maldad del hombre sobre la tierra>>, decidió <<exterminar al hombre que creeéde sobre la faz de la tierra; y con el hombre, a los ganados, reptiles y hasta las aves del cielo, pues me pesa de haberlos hecho>> (Gén 6,5-7).
La Biblia considera que es perfectamente normal destruir a todos los animales como castigo por los crímenes de Homo sapiens, como si la existencia de jirafas, pelícanos y mariquitas hubiera perdido todo propósito si los humanos se portaban mal. La Biblia no podía imaginar una situación en la que Dios se arrepiente de haber creado a Homo sapiens, borra a este simio pecador de la faz de la Tierra y después pasa toda la eternidad gozando de las gracias de avestruces, canguros y pandas.

No obstante, las religiones teístas tienen algunas creencias respetuosas con los animales. Los dioses confirieron a los humanos autoridad sobre el reino animal, pero dicha autoridad conllevaba algunas responsabilidades. Por ejemplo, a los judíos se les ordenó que permitieran que los animales de granja descansaran el sabbat y que, siempre que fuera posible, evitaran causarles un sufrimiento innecesario. (Aunque cuando los intereses entraban en conflicto, los de los humanos siempre se imponían a los de los animales.)

Un cuento talmúdico narra que, en el camino al matadero, un ternero se escapó y buscó refugio con el rabino Yehuda HaNasi, uno de los fundadores del judaísmo rabínico.
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El ternero metió la cabeza bajo el holgado ropaje del rabino y empezó a llorar. Pero el rabino lo apartó de sí y le dijo: <<Ve. Fuiste creado para ese fin>>. Puesto que el rabino no mostraba misericordia, Dios le castigó y le hizo padecer una dolorosa enfermedad durante trece años. Después, un día, una sirvienta que limpiaba la casa del rabino encontró unas ratas recién nacidas. Se dispuso a sacarlas de la casa con las escoba. El rabino Yehuda se apresuró a salvar a las indefensas ratitas y dijo a la sirvienta que las dejara en paz, porque <<Es benigno Yahvé para con todos, y su misericordia para con todas sus obras>> (Salmos 145:9). Puesto que el rabino mostró compasión para con estas ratas, Dios mostró compasión para con el rabino, y este fue curado de su enfermedad.

Otras religiones, en particular el jainismo, el budismo y el hinduismo, han hecho gala de una empatía incluso mayor con los animales. Ponen especial énfasis en la conexión entre los humanos y el resto del ecosistema, y su precepto más ético ha sido no matar a ningún ser vivo. Mientras que el bíblico <<No matarás>> se refería solo a los humanos, el antiguo principio indio de la ahimsa (la no violencia) se hace extensivo a todo ser consciente. Los monjes jainistas son particularmente prudentes al respecto. Llevan siempre la boca cubierta con un pañuelo para no inhalar ningún insecto, y cuando andan, llevan consigo una escoba para apartar con delicadeza cualquier hormiga o escarabajo que puedan encontrar a su paso.

Sin embargo, todas las religiones agrícolas, entre ellas el jainismo, el budismo y el hinduismo, encontraron maneras de justificar la superioridad humana y la explotación de los animales (si no por la carne, por la leche y por la fuerza motriz). Todas han proclamado que una jerarquía natural de los seres da derecho a los humanos a controlar y a usar a otros animales, siempre que los humanos obedezcan determinadas restricciones. El hinduismo, por ejemplo, ha sacralizado las vacas y prohíbe comer su carne, pero también ha ofrecido el argumento definitivo para justificar la existencia de la industria láctea al aducir que las vacas son animales generosos y que sin duda anhelan compartir su leche con la humanidad.
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De esta manera, los humanos se comprometieron en un <<pacto agrícola>>. Según este pacto, las fuerzas cósmicas dieron a los humanos dominio sobre otros animales, a condición de que observaran ciertas obligaciones para con los dioses, la naturaleza y los propios animales. Era fácil creer en la veracidad de este pacto cósmico, ya que quedaba reflejado en la rutina cotidiana de la vida agrícola.

Los cazadores-recolectores nunca se habían considerado seres superiores, porque apenas eran conscientes de su impacto en el ecosistema. La banda típica estaba formada por varias docenas de individuos, vivía rodeada por miles de animales salvajes, y su supervivencia dependía de comprender y respetar los deseos de dichos animales. Los recolectores tenían que preguntarse constantemente con qué soñaban los ciervos y en qué pensaban los leones. De otro modo, no podían cazar a los ciervos ni huir de los leones.
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Los agricultores, en cambio, vivían en un mundo controlado y modelado por los sueños y pensamientos humanos. Los humanos seguían estando sometidos a fuerzas naturales formidables, como tempestades y terremotos, pero dependían menos de los deseos de otros animales. Un muchacho agricultor aprendía pronto a montar a caballo, a enjaezar un buey, a azotar a un asno terco y a pastorear a las ovejas. Era fácil y tentador pensar que estas actividades cotidianas reflejaban o bien el orden natural de las cosas o bien la voluntad del cielo.

No es una coincidencia que los nayakas de la India meridional traten a elefantes, serpientes y árboles de la selva como seres iguales a los humanos, pero tengan una visión diferente de las plantas cultivadas y los animales domesticados. En la lengua nayaka, el ser vivo que posee una personalidad única se denomina mansan. Cuando el antropólogo Danny Naveh los sondeó, los nayakas le explicaron que todos los elefantes son mansan. <<Nosotros vivimos en la selva, ellos viven en la selva. Todos somos mansan... Y también son mansan los osos, los ciervos y los tigres. Todos son animales de la selva. ¿Y qué pasa con las vacas? <<Las vacas son diferentes. Tienen que guiarlas a todas partes.>> ¿Y las gallinas? <<No son nada. No son mansan.>> ¿Y los árboles del bosque? <<Sí... Viven mucho tiempo.>> ¿Y los arbustos de té? <<¡Oh!, los cultivo para poder vender las hojas y después comprar en la tienda lo que necesito. No, no son mansan.>>

También debemos tener presente el trato que los mismos humanos recibieron en la mayoría de las sociedades agrícolas. En el Israel bíblico y en la China medieval era común azotar a los humanos, esclavizarlos, torturarlos y ejecutarlos. Se los consideraba una mera propiedad. A los gobernantes ni se les pasaba por la cabeza pedir a los campesinos su opinión y les preocupaban poco sus necesidades. Los padres solían vender a sus hijos como esclavos o los daban en matrimonio al mejor postor. En tales condiciones, apenas sorprende que se obviaran los sentimientos de vacas y gallinas.

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