Tanto en Roma como en Grecia, el entierro de los muertos era un deber sagrado.
Negar sepultura a un cadáver era condenar al alma muerta a errar sin descanso, y en consecuencia, crear un peligro real para los vivos, pues esas "almas en pena" eran maléficas.
Los romanos practicaron simultáneamente los dos grandes ritos funerarios, la cremación y la inhumación.
Desde los orígenes, la cremación fue el rito más frecuente, pero había algunas familias que por tradición enterraban a sus muertos sin quemarlos.
Una vez que se comprobaba la muerte, el hijo mayor cerraba los ojos de su padre y lo llamaba por su nombre por última vez.
Luego se lavaba el cadáver, se lo adornaba, se revestía con la toga y se exponía en el atrium sobre un lecho mortuorio, en medio de flores y guirnaldas.
Durante varios días, mujeres flautistas y plañideras a sueldo tocaban una música fúnebre.
Luego, llegado el momento, se formaba un cortejo para acompañar el cadáver fuera del recinto de la ciudad, en donde se erigía la pira.
Es probable que primitivamente la ceremonia se celebrara de noche. Pero muy pronto se consagraron las horas de la mañana a estos deberes.
Detrás de los músicos y de las plañideras caminaban hombres que llevaban representaciones de lo que había sido la vida del difunto.
Si se trataba de un jefe militar, se recordaban sus victorias y campañas.
En el cortejo fúnebre de los nobles figuraban clientes o actores que llevaban el rostro cubierto por una máscara que imitaba los ancestros del muerto, de manera que todo el linaje parecía haber venido a recibir a su descendiente.
Este "derecho de imágenes" (ius imaginum) estaba reservado a los patricios.
Luego venía el cadáver, transportado sobre una camilla con el rostro descubierto.
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